INTRODUCCIÓN
¿Siguen existiendo tesoros por descubrir? ¿Continúa habiendo oro escondido en una selva o depositado en el fondo del mar? La respuesta a ambas preguntas y a cualquier otra similar es afirmativa. Por supuesto que hay tesoros espirituales en cada persona, pero no nos referimos a esos, sino a los materiales, a los que se pesan, se miden y su valor se traduce a euros. A esos que bien por accidentes naturales, bien por la acción del hombre, permanecen bajo la tierra o en las profundidades de los océanos. En la ría de Vigo, sin ir más lejos, yacen varias docenas de barcos de guerra y de carga que en el transcurso de una batalla –la batalla de Rande- se fueron a pique debido por lo general a los cañonazos enemigos: una escuadra anglo-holandesa contra otra hispano-francesa, con victoria de la primera. En Ribadeo, por ir al norte, está el que no con seguridad pero sí con muchas posibilidades de acertar es el galeón Santiago, perteneciente a la flota de Felipe II y que fue descubierto en el año 2011.
La existencia de esos pecios con más o menos riquezas a bordo ha despertado desde siempre la ambición y hasta la codicia de muchos hombres, que no los veían como un resto histórico y arqueológico sino como un mero almacén de riqueza que había que sacar de allí como fuese. Las numerosas películas rodadas sobre ese tema, con múltiples variaciones, no han hecho sino acrecentar el mito, siempre falso pero siempre atrayente, de que cualquier yacimiento arqueológico en tierra o agua esconde un tesoro. Que se lo pregunten si no a Indiana Jones.
En ese contexto, el 5 de diciembre del 2015 se comunicaba que había sido localizado el galeón español San José, hundido en 1708 por la flota inglesa frente a la localidad colombiana de Cartagena de Indias. Se trata de un barco emblemático porque, además, en sus bodegas deben de estar los once millones de monedas de oro que transportaba, y al cambio actual eso significa 4.500 millones de euros.
Fue el propio presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, quien compareció ante los medios de comunicación para confirmar el hallazgo por parte del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, junto con un buque de la Armada de ese país y un equipo internacional de arqueólogos. En ese momento todo indicaba que se ponía fin a un proceso comenzado en 1979 que pasó por una sentencia de un tribunal de Washington (favorable a Colombia, ante las reclamaciones de una empresa norteamericana) y que empezaba una nueva fase con uno de los 1.500 barcos de esa época que yacen en el fondo del Caribe.
No fue así. El Gobierno español salió a la palestra pocas horas después, el día 6, para anunciar que reclamará los derechos sobre la que en su día fue la nave capitana de la flota imperial. Se basaba en lo que se llama “principio de inmunidad soberana sobre los buques de guerra”. O sea, el derecho internacional que concede al país del pabellón enarbolado por la nave toda la potestad sobre el pecio, con independencia del lugar donde este haya sido encontrado.
Colombia se negó en redondo a ni siquiera hablar de ello, y para empezar continuó manteniendo en secreto las coordenadas que sitúan al buque, con el fin de evitar también que hagan su aparición los cazatesoros. El punto débil para ese país es que su ley, con una reforma reciente (2013), pone negro sobre blanco que es el Gobierno es que gestiona el futuro de las piezas de valor histórico que se encuentren en su territorio, sin más. Y eso deja abierta la puerta a la venta o subasta a coleccionistas.