ANA ABELENDA
«Me has robado a mi familia, mi familia bantú, con lo que me costó… ¡Lo he perdido todo!», llora mi hija de 8 años, que sabe hacer de todo, menos perder. Me conmueve su sentido familiar, cómo se queda en un discreto segundo plano hasta que aflora cada vez que, para romper esa hamaca de aburrimiento de una horita libre, se nos ocurre jugar a las cartas, al juego de las siete familias. Un clásico. Los juegos en casa siempre van de la mesa a la vida, de la norma a lo anormal. Va en broma lo que es serio. El tablero de juego es la casa entera. Las cartas nunca están sobre la mesa, son un abanico en mano de las jugadoras. Mis hijas esconden un as bajo la manga. Mi manga es tan ancha que ¡qué voy a esconder yo! Por ahí se me ve hasta el centro de gravedad… Viendo a mis hijas disputar el grand slam de las familias de los siete países, me río de aquel campeonato de Wimbledon que enfrentó a Nadal y Federer cuatro horas y 48 minutos en julio del 2008, y pienso en el eterno partido de mi casa, y en esa frase inolvidable de un personaje de Jenn Díaz: «Una casa es demasiado pequeña para dos mujeres».
¡Familias del mundo, uníos para ayudarme a ganarle a la mía! O a resistir. Tiroleses, bantúes, indios, mexicanos, chinos, esquimales, árabes, todos son parientes de los que se habla a menudo en casa. Mis hijas y yo nos parecemos en que sentimos debilidad por la familia bantú y por los abuelos tiroleses. Al final, siempre ocurre lo mismo: la partida acaba, no la guerra. Una hija gana la mano, otra llora la pérdida de esa familia que tenía casi al completo (y la otra le robó sin piedad).
La madre pierde la baraja de su paciencia y acaba dando un grito o escapando para ver lo que sea… ¡el Roland Garros! Hay cabezas que piensan, calculan, resuelven. Otras saltan y saltean, tienen la plancha encendida, la tortilla al fuego o la partida a medias. Jugar en familia es pillarle el gusto a dejarse ganar.