ANA ABELENDA
Pasa de mí, me toma bastante el pelo, me habla a velocidad 1,5 x 2, ignora mis desdichas y mis audios, como los trozos cortados de fruta que le dejo en un plato en su habitación. Está siempre marchándose, pero en línea, en una línea en la que no figuro yo. Me pregunta cosas y me deja con un mar de dudas en el peñón de la cabeza, con un nudo en la boca del estómago, con la respuesta en la boca como la miga de un corrosco de pan.
Se olvida de decir hola, se le da infinitamente mejor el adiós. Me dice que no sé, que no quiera saber tanto, que pssssss, que cómo me pongo esta camiseta con este pantalón. Me revuelve la ropa, los miedos, los años, las ideas, los recuerdos del mejor final de curso (octavo de EGB, vivimos un fatal robo en clase de Pretecnología, hicimos la excursión a Zaragoza y a Madrid donde media clase pilló una intoxicación, nos firmamos los mandilones de cuadros e hicimos un inolvidable Dirty dancing de función final). Eso es pasado. Ella deja a su paso un olor a futuro y un reguero de deseos antiguos ahí donde piso yo.
Soy una casa volante, girando a diario en el ciclón adolescente que lleva el nombre de niña más bonito (según la inteligencia artificial).
Cuando sale, entra en otra dimensión, y cuando estudia, se centra… en todo lo demás, es un radar detector de la mosca que pasa alrededor. Ella es una adolescente de libro, única como las demás.
La adolescencia tiene a veces razón (las leyes maternas caducan, las amigas son importantes, desconectar es sano, no hay deberes más urgentes que vivir). A veces, exploto y digo cosas que no merece, que son pura frustración.
Pasa de largo de mí, y yo la quiero. No hay amor más desigual ni más profundo que el amor por mi hija adolescente. Este curso, he aprendido esta lección. Lo que no tengo claro es si voy a aprobar o no…