INTRODUCCIÓN
Desde hace más de cinco años la sociedad española está sometida a una dura crisis que se inició como crisis económica, pero que se ha convertido, andando el tiempo, en una verdadera crisis social. Los problemas tuvieron su origen en el sistema financiero mundial. Las prácticas de alto riesgo ejecutadas por especuladores con el consentimiento de muchos bancos provocaron un crac que afectó a las economías del todo el mundo. Esta situación de peligro sorprendió a la Unión Europea y, particularmente a la Europa del Euro, en una posición de debilidad provocada por el hecho de que la unión monetaria todavía no esté respaldada por una unión política suficiente para que garantice el apoyo eficiente a su moneda común. Este conjunto de circunstancias adversas se complicaron todavía más en España porque gran parte de su economía se fundamentaba en un único sector, la construcción, la llamada burbuja inmobiliaria y su quiebra afectó gravísimamente al empleo. Muchos españoles, más de dos millones desde 2008 se quedaron sin trabajo. El número de parados actual, según los datos de la EPA, es de seis millones doscientos mil, lo que supone el 27% de la población activa. Una situación de esta gravedad y tan prolongada en el tiempo está haciendo que todas las estructuras fundamentales del entramado social se resientan y de la España feliz, orgullosa de sí misma y optimista, que asombró al mundo con sus éxitos políticos, sociales y deportivos en los primeros años del siglo XXI, estemos pasando a la España indecisa, recelosa y desorientada que vemos hoy. El largo túnel parece no tener fin.
Esta situación queda bien reflejada en dos artículos del editor de la Voz de Galicia.
1. LA NOTICIA
La Voz de Galicia, 12/04/2012
Tras tantos años advirtiéndolo desde estas páginas ante la indiferencia de muchos, nadie duda ya de que España ha viajado sin remedio hacia el fondo del pozo. Hoy, cuando el país vive sus horas más amargas, acribillado por el mayor destrozo jamás visto en su economía, y prácticamente abandonado por quienes tenían que haber presentado batalla, la sociedad asiste entre la ira y la resignación a una catástrofe sin precedentes que mina su fe, agrede su dignidad y destroza su esperanza.
Haber alertado hasta la saciedad del peligro no ha evitado, por desgracia, que la situación empeorase hasta ver cómo España ha dejado de ser dueña de su destino, zarandeada día a día por el terrible rigor de la intervención financiera que alientan sus acreedores. Caer en esa red -si de algún modo no hemos caído ya- solo podrá traer más desgracia a los españoles y más descrédito a quienes, teniendo en sus manos los resortes políticos y económicos, han eludido flagrantemente sus obligaciones.
Las eludieron, en primer lugar, aquellos que no solo negaron la crisis, sino que exacerbaron sus pésimos efectos incrementando los desajustes y comportándose irresponsablemente, como hizo el anterior Gobierno en Madrid y el bipartito en Galicia, con una arrogancia y una temeridad impropias de gobernantes juiciosos. Y parecen también dispuestos a eludir sus obligaciones quienes, tras heredar la peor situación imaginable, responden con la única receta que practican, que es aquella que solo garantiza más pobreza y más padecimiento a la clase media.
Mientras la tenaza aprieta más y más, el sistema financiero recibe a manos llenas el dinero oficial, y en lugar de dedicarlo a reactivar la economía lo niega constantemente a la gente. No solo eso: también le expropia lo que es suyo, como les sucede a las miles de personas que en Galicia están atrapadas en un impresentable corralito.
Más de cinco millones de personas están pagando con su angustioso presente y su desesperanzado futuro haber ido a caer en las listas negras del desempleo. Miles de comerciantes y autónomos se ven forzados cada día a dar por fracasados sus esfuerzos y a peregrinar por las entidades financieras dando la cara para sobrellevar con presencia de ánimo su bancarrota.
Y no faltan, desde luego, los empresarios que, tras levantar grandes proyectos y dar sustento a decenas o a centenares de familias, tienen que liquidarlos o encogerlos porque ni las ventas ni la financiación ni la tan habitual traición a las reglas de la competencia les permiten mantenerlos en niveles solventes.
Este es el retrato que hoy se puede hacer de España y de Galicia si se mira a los ojos de la gente. Pero también se puede trazar otro no menos real ni menos desesperante si se observa el entorno esperpéntico de las instituciones que rigen su vida.
Diecisiete Gobiernos autónomos con sus diecisiete Parlamentos -muchos de ellos inventados en comunidades sin personalidad definida- han dado lugar a reinos de taifas, donde se instalan el despilfarro, el sinsentido y, en ciertos casos, la corrupción más obscena casi a la vista de todos. Cincuenta diputaciones que no tienen más objeto que repartir prebendas y favores entre los afines. Cuatro mil chiringuitos con sus gestores, plantillas y presupuestos sustraídos al control público. Numerosos defensores del pueblo mientras el pueblo permanece indefenso. Sindicatos, organizaciones empresariales y partidos políticos mantenidos a expensas del dinero público, conseguido a veces de forma irregular, que trabajan para cualquier cosa menos para el interés general. Cámaras inútiles como el Senado. Miles de ayuntamientos inflados de nóminas y concejalías, pero vacíos de recursos. Trece televisiones autonómicas que consumen cada año 1.650 millones de euros en presupuesto y suman una deuda conjunta semejante. Y clubes de fútbol convertidos en nidos de trapicheo y marrullería que deben a todos los españoles más de 700 millones de euros.
Nada de esto es nuevo ni se dice por primera vez en este diario. Pero su sola enumeración una vez más debiera sobrecoger, porque muestra la punta del iceberg de un Estado insostenible. Y revela, sobre todo, la falta de valentía de quienes, por haber sido elegidos con los votos de los que sufren la crisis, están obligados de forma imperativa a acabar con semejante desatino.
Si además de valientes -algo todavía no probado- fuesen sabios, habrían entendido hace tiempo que las debilidades de España no se arreglan únicamente con medidas que solo conducen a un empobrecimiento general de la sociedad, ni con encarecer nuestra sanidad y nuestra educación, sino que es preciso emplear con rigor la cirugía justamente donde se ha desarrollado el cáncer del despilfarro, la burocracia y la corrupción. Es ahí donde se pueden ahorrar -no un año, sino siempre- esos puntos del PIB que nos exigen para ser un país fuerte y respetado.
Para ello no solo es preciso el coraje -si lo tuviese- del que gobierna. También es necesario el concurso de la oposición y de cuantos se sienten demócratas y comprometidos con su país. Si fue posible en tiempos de bonanza firmar el Pacto de Toledo, también debiera serlo ahora afrontar la reforma más constructiva que requiere el país.
Y debiera ser ya. Rápido. Antes de la bancarrota. Porque no hay tiempo que perder. Del mismo modo que sobró determinación para cambiar la Carta Magna prácticamente en minutos por imperativo de Europa, debería haber arrojo para llevar a cabo este reto nacional por primordial necesidad ciudadana. Se trata de no sangrar más a las personas mientras rezuman despilfarro las estructuras.
Porque si, pese a todo, lo que tiene en mente el Gobierno es dedicar las próximas semanas a castigar más la cartera y los derechos de los ciudadanos con recortes hasta ahora inimaginables, solo va a lograr sumar más desafección y poner en riesgo su continuidad con un abandono masivo de votantes, por cierto, casi en vísperas de las elecciones gallegas. Y aun más que eso: a la vista está que por este camino incluso ha entrado en riesgo la pervivencia del propio sistema y de la paz social.
España no quiere ni debe seguir la suerte de los desdichados griegos. Está en la mano de sus gobernantes evitarlo. Y en la de los ciudadanos, exigirles responsabilidades.
La Voz de Galicia, 13/07/2012
Empujado por un poder distinto del que le otorgó con todo mérito la soberanía nacional, el presidente del Gobierno se ve hoy en la obligación de afrontar la peor crisis económica (y también social y política) que le ha tocado vivir a España desde la transición.
No es precisamente gozoso gobernar en medio de semejante tempestad. Nadie puede arrendarle la ganancia. Porque, como suele pasar cuando sobrevienen cataclismos como el que estamos viviendo, el triunfador de las elecciones tiene que olvidar sus buenos deseos, retorcer sus promesas e incluso negarlas para hacer lo contrario de lo que propuso.
Pero reconocer de entrada la dificultad del momento no quiere decir en absoluto que se pueda coincidir mínimamente con la presunta solución que ayer propuso el presidente del Gobierno y hoy, si nadie lo remedia, consumará en el Consejo de Ministros.
En primer lugar, habría que cuestionarse si tiene España que someterse a los dictados de quienes actúan solo por su propio interés, sea desde los grises despachos de Bruselas, los funcionales de Berlín o los lujosos de la City londinense y otras capitales del mundo.
Ni la Unión Europea, ni Alemania ni los famosos mercados están legitimados para imponerle a España una especie de suicidio económico y social. Porque los términos en que se está planteando -como ya le sucedió a Grecia y a Portugal- no son de ayuda, sino de usura.
Y si en el contexto europeo es inevitable someterse a semejante disciplina (que no es otra que socializar la miseria a marchas forzadas), un buen gobernante tiene la obligación de buscar alternativas con una sola finalidad: preservar al máximo los derechos, la forma de vida y las sanas expectativas de sus ciudadanos. Los políticos están para resolver problemas; no para agrandarlos.
Pues bien: se ha hecho todo lo contrario. Lo que el miércoles anunció Mariano Rajoy a los españoles -por decirlo de una forma elegante- no es de recibo. No debiera esperar aplauso, desde luego; y ni siquiera comprensión, por mucho que se hagan tantos esfuerzos en las opiniones publicadas.
De ningún modo puede compartirse que tengan que afrontar semejante factura tres o cuatro generaciones de españoles, mientras se regodean en sus poltronas los verdaderos causantes de la bancarrota del sistema financiero y del despilfarro continuo del dinero público.
Basta poner el ejemplo de la gestión de Bankia, contemplar el desahucio de una familia en paro o asistir a una manifestación de los pequeños ahorradores atrapados con trampa en las preferentes, para preguntarse por qué los que originaron este enorme daño a la sociedad se escabullen sin dar cuentas.
Del mismo modo, mucho antes de blandir el bisturí -como hace ahora este Gobierno, y antes el de infausto recuerdo-, habría que haber analizado con rigor dónde están las vías de fuga que vuelven insostenible el gasto público.
Si de verdad se quisiera ver, no llevaría mucho tiempo constatar que la dilapidación tiene su origen en la exagerada hipertrofia de las estructuras políticas. Ayuntamientos incapaces de sostenerse, diputaciones carentes de utilidad, comunidades autónomas creadas para engordar a la clase política, ministerios vacíos de contenido, instituciones acomodadas en el boato, televisiones públicas infladas en varias capas por cada gobierno de turno para asegurarse su propaganda.
Ahí es donde ni siquiera ha entrado el bisturí del Gobierno. Sin embargo, ha cortado sin contemplaciones en el único tejido sano que tiene España: su gente, su clase media.
El poder no se ha atrevido con los que tienen poder, pero sí con los que no lo tienen.
En primer lugar, ha hundido a toda la población haciendo subir el IVA justo cuando más detenido está el consumo. Es tal la aberración (por lo que tiene de contradicción con los cacareados objetivos de crecimiento y creación de empleo) que hasta algunas grandes empresas que tienen la fortuna de poder aguantar ya han anunciado que no lo repercutirán a los consumidores.
Junto con ese castigo general a la economía de la clase media, el Gobierno se ha aplicado para hacer aún más daño a quienes menos lo merecen.
Retira la paga extra de Navidad a los empleados públicos, quizá el sector más injustamente tratado por este Gobierno y el anterior. El médico que atiende en la Seguridad Social, el profesor que se encarga de educar en el colegio público o en la Universidad, el bombero, el policía y todos los que sirven a los ciudadanos, despreciados una vez más por quienes deberían motivarlos.
Reduce las ya de por sí exiguas e incompletas ayudas de la ley de dependencia, y envía al fondo del pozo a quienes tienen que atender a familiares impedidos, aun a sabiendas de que esa es la peor situación para poder conciliar las obligaciones personales con un trabajo.
Quienes lo han perdido o pueden perderlo son hoy el eslabón más débil de la sociedad. Y para ellos también ha habido más bisturí, dado que se reduce el seguro de desempleo. Con los parados, son los pensionistas los que quedan en peor situación, ya que el IVA en productos básicos no distingue edades ni situaciones personales, y el copago farmacéutico les exprime lo que no tienen.
Tamaño ataque a la línea de flotación de la clase media no se arregla de ningún modo. Ni siquiera incluyendo en el paquete otras medidas menos insensatas, como rebajar el número de concejales (aplazado al aún lejano 2015), o recortar las subvenciones a partidos y sindicatos en vez de eliminarlas. Tampoco con el gesto a la galería de bajar el sueldo de los ministros y altos cargos.
Si hoy se consuman todos estos duros hachazos a la vitalidad del país, nadie debería extrañarse de que se produzca no ya el desafecto general hacia los gobernantes actuales y anteriores, sino algo peor. Cada vez está más presente entre gente buena y civilizada la idea de que los políticos que les piden el voto terminan traicionándolos. Por eso crece el sentimiento de insumisión.
Lo cierto es que quienes desgobiernan así son los únicos culpables de que cada vez seamos más los que nos sentimos insumisos políticos.
Mejor les sería revocar urgentemente estas aberraciones.
O si no pueden o no quieren, irse ya a descansar a casa.