ANA ABELENDA
«Mamá, ¿qué le dice un árbol a otro árbol?». Vacilo, me acuerdo de la voz de los árboles en Doctor Alaska, que solo es capaz de oír la gran Maggie O’Connell, mito feminista que nos descongela el sentido común. «¡Qué pasa, tronco!». Casi todo, al final, es una risa. No hay mejor prueba de que somos felices, de que en realidad nos va bien, que el sentido del humor. Nunca le pillé la gracia al chiste hecho (sí a cualquier persona o cosa de seriedad). No soporto a los showman que estropean la gracia del azar… Tostón.
En mi casa conviven hoy la edad del primer chiste, la edad del pavo y la de «cualquier tiempo pasado fue mejor». Esta es la mía. Y es la nuestra una diversidad que se entrena en el conflicto con sonrisa al dente, con los dientes como una sierra del lobo feroz.
Yo siempre tuve un cuarto propio, hasta que la maternidad lo convirtió en pensión… Mis hijas comparten (con dolor y mucho ruido) habitación y en su reparto se expanden, e invaden toda la casa con un baile de diferencias que yo acabo saludando con la cara de molete de Benny Hill.
«¿Qué le dice un lago a otro lago?… Estamos ahogados». «Ja-ja, qué risa», bosteza mi hija de 13 agrietando la voz. Mientras una me enseña a jugar a las polisémicas y a alturitas, otra me sintoniza cuando se le cae de la boca la conversación. «Mamá, pero qué lache me da esta conversación…», dice sobre el hilo cotilla que ella empezó. «¿Qué es lache?», pregunta la pequeña, que quiere sintonizar con la onda corta maternofilial. «Cringe», resuelve la mayor, qué concisión. «¿Y qué es cringe?». «Lache», sonríe a lo Chucky su hermana mayor.
Poco a poco, un misterio, nos vamos entendiendo sin explicación. Quizá entre lache y cringe, ayudan los chistes… «¿Qué le dice una roca a otra roca? La vida es dura», acaba mi hija pequeña, que es un río que corre entre las dos.