ANA ABELENDA
Despertar, estirar los brazos y andar descalza porque las zapatillas no están. Subir la persiana, abrir la ventana. Ver que no hay niebla. Oír cómo sube la persiana del día, y la de mi vecina. Tener pan de bolla de ayer, tostarlo y que cruja. Tener naranjas en la nevera. Y café, hacerlo. Oír a mi hija mayor salir con pereza del sueño. Que no relinche ni se encierre media hora en el baño… Que «mamááá» sea lo primero que diga mi hija pequeña al despertar. Darle un beso y hacerle cosquillas, llamarla «Evoloquiña» y que se enfade. Descubrir un wasap personal que quedó del día anterior y no está rancio. Los libros y las cartas y los sentimientos que no caducan. Las flores frescas o secas y las fotos viejunas que tienen escrita una fecha detrás. Olvidarme de los grupos de WhatsApp. Perder el hilo. Perderme. Encontrar la foto de mi madre de pequeña con un mapa a la espalda, o esa foto con mi padre y con mi madre de un verano en Torremolinos en medio de las páginas de La nariz de Moritz. El olor de ese cuento y de ese tiempo que ya no está. El agua de la ducha. ¡Que no haya propaganda electoral en el buzón! Encontrar en el bolso la llave de casa a la primera. Que mi hija pequeña me dé la mano y me cuente algo al ir al colegio (menos que no se sabe la tabla y se le van a preguntar). Ir andando al cole. Recordar mi clase de octavo de EGB y el sauce llorón del patio de las Calasancias. Ir a la playa a andar 20 minutos. Ir siempre a la terapia del mar. El olor de los lápices. Librar uno de esos días en los que el mundo gira en su actividad, como lo dice Azahara Alonso en Gozo. Leer Gozo, descubrir esa isla de cabeza, y bucear en la poesía de Louise Glück. Entrevistar a profes que preguntan «¿qué ves?» en lugar de «¿qué es?». Darle la vuelta a la tortilla y que no se caiga. Recibir audios de Rebeca. Alejandro Sanz de mi corazón. Los días cualquiera me sientan bien.
