ANA ABELENDA
Es una presión grande la que afrontan (afrontamos) las madres de hoy en el más privilegiado de los mundos, pero la cosa está tan mal interpretada como la inflación o el enorme problema de la economía sumergida y aplastantemente desigual de los cuidados.
Las madres de hoy para estar en la élite (sin manifestarlo, claro) peleamos por ser la enterada, la colega, la que «está al loro de lo que se cuece» (feliz yo con mi ochentera expresión), la se suma al TikTok o a defenestrarlo. A ver quién hace los mejores deberes, a ver quién prepara el mejor cumple, a ver quién hace (o compra) la mejor tarta, a ver quién es la líder de los juegos más sanotes y divulgativos para lidiar con la pandemia de las pantallas, a ver quién asume con actitud la agenda de sus hijos, a ver quién monta el mejor parque temático en su realidad maternal diaria o se curra el fin de semana para ser la Nadal o la Alcaraz de la maternidad. A ellos, los padres, en esto los veo más relajados o a remolque… ¡Más carga para nosotras! La madre es el motor, no delega… salvo en lo esencial. Empiezo a comprender las frases de mi abuela, a ponerme el chaleco salvavidas del pensamiento de Elisabeth Badinter o María Xosé Queizán. Las mujeres libres hemos conseguido entregarnos por amor, sin límites ni condiciones, a nuestros hijos, pero no solo a ellos, sino también ¡a sus deberes, sus exámenes, sus torneos, sus amistades, su vida social, sus simpatías, sus caprichos y sus berrinches y decepciones!
Las maternidad sí necesita una ley. Este oficio afronta una evaluación sine die.
Mis hijas me dieron la vida, una vida nueva, una identidad más implacable y asertiva, también más paciente y en general consciente y tolerante. No acabo de entender que vivamos las vidas de los hijos a fuego, para luego echarle la culpa al profesor y al mundo de los fracasos y debilidades (que potenciamos) de nuestros hijos. La madre o el padre es, sobre todo, el que educa y acompaña, y más en la derrota. El que da la batalla en casa y luego mira desde el banquillo cómo hacen lo que saben hacer o cómo lo aprenden. Hay que aceptar que los hijos se caigan, pierdan, suspendan. Para aprobar en la vida, hay que saber perder.