ÁLEX MARTÍN
Conocí a una niña, sobrina de un buen amigo, que desde muy pequeña tuvo claro que quería ser notaria. Cuando tuvo edad fue a la Facultad de Derecho y al terminar preparó la oposición y hoy es notaria en un pueblo de Zamora.
Es una excepción. La mayoría, cuando pisa por primera vez una Facultad de Derecho, es raro que sepa lo que hace un notario, y del mundo del derecho lo más que puede contar lo ha visto en las películas y las series de abogados y juicios. Yo me tenía por uno de esos.
Recuerdo bien mi primer día. Me levanté temprano y me di una ducha caliente. Nunca me había parado a pensarlo, pero pude tomar la ducha gracias a que existe una ley que obliga a los ayuntamientos a suministrar agua a los vecinos y porque teníamos un contrato con una compañía eléctrica por el cual, a cambio del pago de una tarifa, recibíamos en casa la energía que la caldera necesitaba para calentar el agua.
Un contrato
Para llegar al campus cogí la línea 6 del bus urbano. Aún no había tarjeta de transporte y usábamos el bonobús. Aquel bonobús era un documento, con la forma de un marcapáginas pero un documento, y con él yo demostraba que existía otro contrato, esta vez uno acordado entre el operador de los autobuses y yo mismo, que obligaba al conductor a dejarme entrar al autobús y viajar diez veces. Un contrato es una cosa muy seria, aunque sea un pedazo de cartón. Contiene obligaciones que uno ha aceptado cumplir con otro a cambio de algo, a veces de nada, y si no lo hace, si no las cumple, hay otra ley que fija las consecuencias, que a veces son tan perjudiciales que lo mejor es evitarlas.
En la Facultad, por hacer tiempo hasta la primera clase, fui a la cafetería. Me atendió un camarero al que seguí viendo durante los cinco años de carrera, aunque solo los días que hacía turno de mañana, que era el mío. El personal de la cafetería o estaba por la mañana o por la tarde, pero no todo el día porque otra ley limita el número de horas de trabajo que se le pueden exigir a un trabajador, para garantizar su descanso y su salud.
Las clases fueron solo de presentación, así que llegué a casa con tiempo de sobra para comer a nuestra hora, que eran las dos y media. Eso no estaba en ninguna ley, ni en ningún contrato, pero era costumbre, y de la costumbre también nace el derecho.
El derecho está hasta en el suelo que pisamos, trazado por normas llamadas planes generales, y en el aire que respiramos, de cuya composición se ocupan desde reglamentos hasta tratados internacionales que obligan a los países.
Hoy agradezco que aquel primer día ningún profesor me preguntase mis motivos para elegir la carrera. Lo menos que merecía, de haber salido yo con lo de los abogados y sus películas, era que me prohibiesen el paso.