ANA ABELENDA
Cuando la vida es un carnaval diario, cualquier misión se presenta menos imposible que pensar un disfraz. Vivo cada día en modo choqueiro, como lle cadre, cada día se me encrespan más el pelo y la paciencia sin remedio, se me apayasa la voz de mando en casa, y mi persona pierde la seriedad de la que un día se disfrazó… Cada día mis hijas me echan encima (o al bolso) una prendita más. Pero yo solita me amontono como la calle en carnaval. Cada año, por estas fechas, temo la pregunta pre-parranda: «Mamá, ¿este año de qué me voy a disfrazar?». Y empieza la tormenta de ideas que cesa en cuanto decidimos cortar el rollo por lo insano y copiar algo del YouTube, del Tiktok, o de la red de proximidad imbatible en niños y adolescentes que es la gente popular de la clase a la que van. Hay cosas que no cambian. Y así llevo estoicamente el carnaval, sin hacer gran cosa, la verdad…
Me acuerdo de los disfraces que me hacía mi abuela Esther, que fue la costurera de mis veranos y de muchos días deshilachados de mi infancia, que con dos remiendos te convertía en un payaso, y con raso en la May de La edad de la inocencia, por no decir en una joya Bridgerton. Cada etapa de mi vida era un disfraz. No olvido el de payaso ni el de dama antigua (que ya me gustaría ser hoy…), tampoco el de gánsteres a su bola que nos montamos en nada mi primo y yo, con sombreros de los buenos y cigarros de mentira que nos hacían toser.
En general, empiezo el día como el rey León, a menudo me toca ser enfermera o policía a primera hora y suelo llegar a la noche como una zombi o una bruja. Esta semana, mi hija de 7 está llevando cada mañana al cole una prenda para ir montando, día a día, un choqueiro. Primero calcetines de colores; segundo día, un pañuelo; tercero, la chaqueta del revés… ¡El resultado será su madre!, que quiere disfrazarse de persona normal.